Fuente: El Mundo
Fecha: 17 de enero de 2025
Pedro Simón, José Aymá
A las tres de la tarde del día de hoy, el protagonista de este reportaje morirá. Así que este texto es una especie de cuenta atrás.
Si Luis se pone a leer estas líneas a la hora en que suele levantarse (las siete de la mañana), entonces esta es la historia de un hombre al que felizmente no le quedan nada más que ocho horas de vida.
Si el lector se pone a leer estas líneas por la tarde, esta es la historia de un hombre que acaba de fallecer o que a lo mejor se está muriendo en este mismo instante, quién sabe si cuando usted apura un café de sobremesa.
Escribimos a lo mejor se está muriendo y no a lo peor porque la suya es una muerte elegida, deseada, solicitada, esperada, liberadora: la eutanasia que el teólogo y filósofo madrileño solicitó a su médica de cabecera en su barrio noble de Madrid el pasado 28 de noviembre le será practicada hoy mismo a las 15.00 horas.
Sabemos algunas cosas de su vida (porque nos las ha contado) y otras no las sabremos jamás.
Sabemos, por ejemplo, que Luis ha estado muy vivo gran parte de sus 88 años. Que estaba vivo la pasada semana, cuando hablamos con la asociación Derecho a Morir Dignamente. Que estaba medio vivo el lunes, cuando pasamos la mañana con él en su casa. Que resistía vivo este miércoles (vela que se apaga), cuando le llamamos para despejar algunas dudas. Pero no hay manera de conocer cuál será su último pensamiento, qué será lo último que vea, cómo será todo cuando el reloj dé las tres, si se emocionará o no cuando suene el telefonillo y sea la doctora.
-¿Tienes algo de comer en mente especial en tu despedida, Luis?
–Esta mujer hace unas tartas excelentes -dice sonriendo sobre Delia, insinúa, acaso pide-. Me siguen gustando los dulces, pero no me dejan probarlos por el potasio. El potasio es mi mayor enemigo.
Si la rutina diaria no falla, este viernes lo más probable es que, como siempre, Luis Acebal Monfort haya dormido mal; que luego haya sido aseado por su asistenta; que a continuación se haya sentado en su sofá para desayunar zumo de mandarina y yogur (0% grasas y 0% azúcares); que después haya dado una cabezada mañanera; que luego haya leído la prensa y visto un buen rato el canal 24 horas de RTVE; que haya comido a la una… y que luego -a la hora en que empieza el telediario- haya sonado el telefonillo.
Que haya sonado el telefonillo como siempre, claro.
Pero de un modo bien distinto.
-¿Por qué has tomado esta decisión?
–Porque mi vida está cumplida y he hecho todo lo que tenía que hacer. Estoy muy limitado físicamente y no hay razón para seguir viviendo. Me siento enjaulado en mi cuerpo, necesito ayuda para casi todo, llevo meses sin salir a la calle, 11 operaciones… ¿Para qué sirve esto? No sirve para nada.
-¿Con qué ánimo afrontas este viernes 17?
-Estoy bien de ánimo. La muerte es una experiencia nueva. Yo distingo entre morir y morirse… Y yo he elegido morir. Para mí será una experiencia de libertad.
El hombre que estudió Teología en la prestigiosa Universidad de Lovaina (Bélgica) hoy padece un cáncer de vejiga desde 2022. El número uno de la clase que cursó carreras en París, Madrid y Múnich hoy sufre unos temblores faciales recurrentes que le dificultan el habla. El intelectual que hizo Filosofía y Estudios Clásicos (y hasta Periodismo) hoy soporta una insuficiencia renal. El jesuita que ejerció de sacerdote durante casi una década hoy lleva una bolsa externa que le sale del riñón.
-Me hicieron dos nefrostomías, una en cada riñón: llegué a tener dos bolsas a la vista… Yo, por entonces -bromea-, decía que era agente de Bolsa…
Hablamos con él en su espaciosa y luminosa casa (que ha dejado en herencia a Médicos Sin Fronteras). Conversa con un barreño azul para los vómitos a su izquierda y un zumo de piña en una mesilla al alcance de su mano derecha.
Un vida riquísima la suya: la biografía del pequeño de cuatro hermanos que se crio en una familia burguesa muy católica afín a Gil Robles. La singladura del brillante jesuita que al principio cree ciegamente en Dios y después acaba rompiendo con la Iglesia y declarándose ateo. El activismo del jubilado que termina entregando su tiempo en la Asociación Pro Derechos Humanos de España, donde llega a ejercer de vicepresidente.
«Yo quería un veneno, pero un conocido me convenció para hacer las cosas bien»
Luis Acebal
Todo está en De sacerdote a ciudadano. Un relato personal (Los libros de la catarata), un volumen que presentó hace dos meses ante su gente en Madrid a modo de colofón vital. Eso fue lo último que tenía pensado hacer antes de la gran decisión, cuenta: presentar el modesto libro que había escrito. Y desde entonces, buscar la palabra fin, este confeti agridulce, este chimpún existencial.
No para de hablar Luis, de contarnos haciendo un esfuerzo lo muy vivo que ha estado y que ha sido. Solo que no tiene todo el tiempo del mundo. Solo que cada vez son más severas las crisis musculares faciales que le están dando en el sofá, donde parece un buda con manta. Solo que Luis no es Luis por unos instantes: tiene una crisis muscular, se queda encasquillado todo él, alertamos a Delia -boliviana que lleva 20 años en España, los dos últimos con él- por si le está ocurriendo algo más grave.
-Esto no le ha pasado nunca -dice asustada. Luis le pide una pastilla para los vómitos. Se la toma sorbiendo el zumo de piña. Paramos un rato. Seguimos al cabo. ¿Para qué sirve esto? No sirve para nada.
Habla con elocuencia a pesar de todo (de la medicación, de las convulsiones, del estado de la salud, de que hoy será viernes todo el día). Es el que más habla, claro. Y también es el que más ríe de los cuatro. Más que Delia, que está entre triste y seria. Más que el fotógrafo, que a veces retira el ojo del objetivo por el placer de escucharle decir («Soy ateo. Aunque reconozco la figura de Jesús como maestro de la Historia, no creo en Dios, que es un invento de San Pablo»). Más que el cronista, que a veces deja de tomar notas y se queda embobado con su sentido del humor.
-Lo malo es que Delia se quedará sin trabajo a partir del sábado… Por fallecimiento de su empleador.
Y se ríe Luis. Y se queda un poco solo en su risa. Lo mismo que hay silencio después de una salva.
«Muchos amigos vienen a despedirse estos días. A algunos les tengo que decir que no me visiten más, porque yo esto lo doy por terminado, pero hay una enorme cantidad de amigos que se resisten… «.
Amigos. Y familiares. Y conocidos. Y acaso viejos fantasmas. Que vienen con sus regalos y sus frases de agradecimiento lo mismo que si Luis fuese don Vito.
Está el vino de Rioja que le trajeron sus sobrinas. Un vino de Rioja muy parecido al Borgoña que tanto adoraba: «Me tomé dos copitas. Magnífico».
Están las margaritas frescas y los dátiles que le trajo su amiga Neli.
Está el sobrino que le elogia su tranquilidad de espíritu ante el trance definitivo: «Me dice: ‘¡Qué sangre fría tienes, tío!’. Y yo le digo que no, que hay que pensar en los demás, que si lo he dispuesto todo para el viernes es para que a los amigos les pille el tanatorio en fin de semana… Me hace ilusión que puedan estar tranquilos velándome y que se echen una lagrimita, si hace falta«.
Está también la marca rectangular que dejó un cuadro que estuvo colgado en la pared y del que ya solo queda una alcayata.
Fue aquella ausencia la que lo cambió todo. Se llamaba Silvia Schmitz, era alemana, ejercía de filóloga, se conocieron en 1982 y se convirtió en su pareja. Hace algo más de dos años -al cuarto ictus-, falleció.
«Tras la muerte de Silvia, la vida se me fue complicando», concede Luis.
En aquel tiempo, él ya había recibido su diagnóstico tumoral. Sin ella, crecieron los silencios; y con los silencios, las preguntas; y con las preguntas, las dudas. Y a Luis se le empezó a hacer bola este mundo suyo cada vez más correoso. Lo mismo que les pasa a los niños malcomedores con los filetes de ternera. Tener que masticarlo cada mañana. Tener que tragar con ciertas cosas. Tener que digerirlo. No había manera.
«La doctora me dijo que será su primer caso. Y que también será el primer caso en este barrio»
Luis Acebal
«Yo lo que quería era un veneno, pero un conocido me convenció para hacer las cosas bien. Me dijo que no todos los médicos son objetores, que los había dispuestos a ayudar a morir y que lo mejor es que siguiera los trámites de la ley. Mi miedo entonces fue enfrentarme al monstruo de la burocracia».
Fue el 28 de noviembre cuando acudió a la consulta de su médica de cabecera. Allí le contó su penoso estado de salud y le solicitó la eutanasia. Tomaron nota. Dos semanas después, tuvo que reafirmarse en la decisión. Más tarde, recibió la visita de otra responsable médica. Luis se mantuvo firme. No movió una coma de su discurso. Y aquí estamos hoy: esperando a que ocurra lo que ya más desea.
«La doctora me dijo que iba a ser su primer caso. Y que también será el primer caso en este barrio… Este es un barrio rico, pero los ricos se mueren igual… Involuntariamente, supongo. No como yo… Se conoce que los ricos se mueren por agotamiento» (risas).
Para un hombre que no soporta las agujas porque tiene las venas como un colador después de tantas operaciones, lo bueno es que lleva instalado en el pecho un port a cath desde hace tiempo, para que le administren la medicación sin necesidad de agujerearlo más. Por ahí entrarán las sustancias hoy.
El procedimiento es el que sigue.
Una vez que llegue a su casa a la hora convenida, la médica le volverá a preguntar si lo tiene claro, si necesita más tiempo, si quiere echarse atrás: dime lo que quieras, Luis.
Si el paciente se reafirma en su decisión vital, primero se le administrará por vía venosa midazolam, una benzodiazepina que hará de sedante; luego se le añadirá al torrente sanguíneo la cantidad necesaria de propofol, un barbitúrico que, en altas cantidades, produce una parada cardiorrespiratoria en tres minutos; finalmente, recibirá del mismo modo un medicamento que contenga curare, un paralizante muscular, el veneno con el que los indios americanos impregnaban sus flechas para cazar.
Y ya estará.
Luis Acebal Monfort (12 de enero de 1937-17 de enero de 2025).
Pero todavía sigue vivo Luis. Quién sabe, acaso leyendo estas líneas. Acaso atendiendo a la postrera visita. Acaso nada más que mirando al frente desde su sofá, hacia la terraza donde tiene los rosales podados.
«Siempre me movió la ética del trabajo. He trabajado en la empresa pública, en ONG, en Derechos Humanos, he dado clases en todas las universidades de Madrid, he estudiado muchísimo, me lo he pasado bomba… Y ahora me fastidia no poder ser útil para la sociedad. Lo peor son los temblores, te coartan la vida, todo el sistema muscular está desajustado… Si yo estuviese bien, no querría morir, pero estando así es algo que tengo que hacer».
Antes del final, Luis tiene previsto hacerle otro sublime corte de mangas a la dieta que lleva saltándose gozosamente durante estos días.
-¿Y el último día qué?
–Me quiero beber poco a poco lo que queda de la botella extraordinaria de Rioja que me regalaron, en recuerdo de Silvia y de la Borgoña. De cuando éramos más jóvenes y viajábamos los dos por esa hermosísima región.
Es que como si lo estuviésemos viendo ahora. Acaso se pondrá una copa y luego otra más. Acaso cerrará los ojos en un paladeo satisfecho. Acaso hará balance. Y recordará a su mujer sentada a su lado en el coche que alquilaban en el aeropuerto de Lyon para recorrer la comarca francesa. El viento en la cara. La sonrisa tranquila. El sol espejeando en la luna delantera. La paz al fin.
Un poco como Thelma y Louise en la escena final de la película. Ese momento en el que dicen «sigamos adelante», aceleran y luego se cogen las manos.
Luis Acebal Monfort falleció ayer a los 88 años en Madrid después de serle practicada la eutanasia que solicitó el pasado 28 de noviembre, según informaron fuentes de la asociación Derecho a Morir Dignamente. Su historia se contó este viernes en las páginas de ELMUNDO, después de que este periódico le visitara el lunes: el teólogo y filósofo sufría un cáncer de vejiga y una insuficiencia renal y necesitaba la ayuda de una persona para las tareas más elementales. «Mi vida está cumplida y he hecho lo que tenía que hacer», nos comentaba. «Estoy muy limitado y no hay razón para seguir viviendo», añadía. «Morir será una experiencia de libertad».
Luis Acebal fue un brillante intelectual comprometido con el mundo académico y con los derechos humanos. Después de una década ejerciendo el sacerdocio, el ex jesuita se fue alejando de la Iglesia y se declaró ateo. Su mujer, Silvia Schmitz, falleció en 2022. «Desde entonces, la vida se me complicó», confesaba. Su biografía está contada en el volumen que presentó hace dos meses: De sacerdote a ciudadano. Un relato personal (Los Libros de la Catarata). Todos sus bienes los ha dejado en herencia a la ONG Médicos Sin Fronteras.
La tan demandada Ley de Eutanasia entró en vigor en España en junio de 2021. Según los últimos datos disponibles (2023), ese año se presentaron 766 solicitudes de personas que pedían ayuda para morir. El perfil más frecuente, según Sanidad, es el de un paciente septuagenario con enfermedad oncológica o neurológica.
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